martes, 1 de julio de 2014

El mundo de los lofts


Que le da miedo hablar por teléfono, le dijo al mediodía el chico. Que en la calle no lo saca ni aunque suene sin parar, que le da miedo. Tiene 17 años el chico, mide casi como una puerta, es un genio, un día va a ser Steve Jobs pero por ahora el teléfono se lo regaló la mamá. El Gordo Saccinalli se acomodó el cinturón bajo la panza: “A veces hay que defenderse, pibe, no todas las peleas se ganan con el joystick”, le arrojó al chico (es el sobrino de su amigo de Puerto Madero), sacó pecho y si fumara —dejó hace un par de años— le hubiera dado una pitada al pucho medio de costado, como Boogie El aceitoso.

Así de inflado se fue de Puerto Madero y ahora está acá, en el pasillo de un edificio reciclado, con un fierro en la mano y un camionero haciéndole frente. A él le pasa, al Gordo Saccinalli, al sensible, al psicoanalista en la mala, al que se dio el lujo de la nostalgia durante diez años felices en Barcelona y volvió seco con la crisis, al que está por dejar viuda a una novia flamante.

El fierro.

El vecino camionero.

Pausa.

Hay que decir que Saccinalli se mudó otra vez. No porque no le gustara su PH: le dieron a cuidar, por un año, un “loft” hecho en una vieja fábrica reconvertida. Los números mandan: flete a Parque Patricios. En la puerta del edificio lo ayudaron a bajar las cajas dos hombres muy de pelo negro peinado achatado, muy de pantalón de vestir, muy de cartelito con el nombre sobre el bolsillo de la camisa celeste. Mormones, sabrá en unos días. Por ahora, gracias.

Armó la casa a la tarde, colgó sus cuadritos, ordenó la biblioteca, sube y baja por la escalera que da al entrepiso. En una bajada apurada —timbre, una vecina con una porción de torta de bienvenida— se quedó con la baranda en la mano y, para agarrar la torta, la apoyó al lado de la puerta. Recuerden esta torta. Recuerden esta baranda.

Al otro día le dolía todo. Por suerte el edificio — en realidad son cinco y ocupan una manzana— tiene cartelera y ahí hay masajista que es la memoria viva del lugar: la fábrica cerró en los 90, le vendieron la quiebra a alguien que le vendió la quiebra a otro que subdividió y vendió. Por 7 mil dólares te hacían un boleto de compraventa por un espacio con una cloaca y listo. Cada uno se las ingenió para hacer de eso un lugar para vivir. Fueron 563 espacios. “Lofts”, decían. Eran los 90.

No se ve mucho psicoanalista acá. Hay delantales de enfermera, hay policías, hay maestras. De eso se irá enterando. Cuando en el montacargas –”ascensor”– le pregunten qué hace y él diga “psicólogo”, la mitad del edificio le contará su vida, la mitad cerrará la boca y mirará al piso. Pero con la mitad alcanza para saber dónde está.

Y si no, está el del delivery. Que cocina un piso más arriba: empanadas, pizza, ravioles con tuco, milanesas con guarnición, todo en prolija bandejita con film. Cuarenta mangos el plato, más o menos, para cuando no le da el alma ni para ir al almacén (al fondo del pasillo, mismo piso). “Acá hay de todo”, le dijo hace media hora al del almacén. “No queda nada, huevón”, contestó el otro. “Se fundió el videoclub del tercero, se fue el lavadero del sótano, se fueron los artistas, casi no quedan travestis”.

–¿Y cómo es su entrepiso?—preguntó el almacenero.

–¿Cómo?

–El entrepiso. ¿Ocupa un tercio, dos tercios, todo el loft?

–Un tercio.

Y despliega su teoría. Un tercio: lo compró la familia para un joven que araña la clase media. Es lindo, puede tener azulejitos de vidrio, usaron los caños de incendio para hacer barandas. Dos tercios: pareja con un chico o mujer sola con uno o dos. Los muebles son de ferretería mayorista, sillas de caño, prolijo. Entrepiso completo: familión, seis hijos, abuela, la biblia y el termotanque. Abajo siempre está prendida la lamparita.

Rewind. Play.

Saccinalli vuelve por el pasillo largo. Va oliendo la comida de las puertas: Perú, Perú, Bolivia, Paraguay… ¡churrasco!, acá hay un argentino o un uruguayo. Hay que decirlo: se siente un poco raro. El, que se quedó afónico con eso de que todas las voces todas, que acampó en el camino del Inca y fue a escuchar orquestas de sicus. El, que fue sudaca en Barcelona, acá se siente raro y se siente mal por eso. No es de raza, Gordo, es de clase. Acá cambiaste de clase: Palermo queda más cerca de Barcelona que de este edificio.

Ya llega a su casa cuando lo cruza la vecina de la torta: otra vez el animal del loft de enfrente está moliendo a palos a la mujer. Chan. A él se lo dice. Llamo a la Policía, piensa, pero no da tiempo: la puerta se abre, el tipo sale con espuma en la boca, la mina con la cara negra, el tipo da dos pasos, se arrepiente, vuelve, ella ya cerró la puerta, él patea, en fin. Saccinalli mira con los brazos cruzados y eso es lo que ve el animal del loft de enfrente cuando se da vuelta.

–¿Qué mirás?

–A un hijo de puta que les pega a las mujeres.

Bueno, ya saben lo que sigue. El animal de enfrente lo compadrea, Saccinalli da un paso hacia atrás y agarra la baranda, el vecino se le viene encima, el Gordo levanta los dos brazos, cierra los ojos y pega. El caño pesa varias kilos, por suerte no le da a la cabeza.

El Gordo termina el día en Puerto Madero. El chico dice que se quiere ir a Japón. Para hablar.

Fuente: Clarin

Link http://www.clarin.com/ciudades/mundo-lofts_0_1165683498.html

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martes, 1 de julio de 2014

El mundo de los lofts


Que le da miedo hablar por teléfono, le dijo al mediodía el chico. Que en la calle no lo saca ni aunque suene sin parar, que le da miedo. Tiene 17 años el chico, mide casi como una puerta, es un genio, un día va a ser Steve Jobs pero por ahora el teléfono se lo regaló la mamá. El Gordo Saccinalli se acomodó el cinturón bajo la panza: “A veces hay que defenderse, pibe, no todas las peleas se ganan con el joystick”, le arrojó al chico (es el sobrino de su amigo de Puerto Madero), sacó pecho y si fumara —dejó hace un par de años— le hubiera dado una pitada al pucho medio de costado, como Boogie El aceitoso.

Así de inflado se fue de Puerto Madero y ahora está acá, en el pasillo de un edificio reciclado, con un fierro en la mano y un camionero haciéndole frente. A él le pasa, al Gordo Saccinalli, al sensible, al psicoanalista en la mala, al que se dio el lujo de la nostalgia durante diez años felices en Barcelona y volvió seco con la crisis, al que está por dejar viuda a una novia flamante.

El fierro.

El vecino camionero.

Pausa.

Hay que decir que Saccinalli se mudó otra vez. No porque no le gustara su PH: le dieron a cuidar, por un año, un “loft” hecho en una vieja fábrica reconvertida. Los números mandan: flete a Parque Patricios. En la puerta del edificio lo ayudaron a bajar las cajas dos hombres muy de pelo negro peinado achatado, muy de pantalón de vestir, muy de cartelito con el nombre sobre el bolsillo de la camisa celeste. Mormones, sabrá en unos días. Por ahora, gracias.

Armó la casa a la tarde, colgó sus cuadritos, ordenó la biblioteca, sube y baja por la escalera que da al entrepiso. En una bajada apurada —timbre, una vecina con una porción de torta de bienvenida— se quedó con la baranda en la mano y, para agarrar la torta, la apoyó al lado de la puerta. Recuerden esta torta. Recuerden esta baranda.

Al otro día le dolía todo. Por suerte el edificio — en realidad son cinco y ocupan una manzana— tiene cartelera y ahí hay masajista que es la memoria viva del lugar: la fábrica cerró en los 90, le vendieron la quiebra a alguien que le vendió la quiebra a otro que subdividió y vendió. Por 7 mil dólares te hacían un boleto de compraventa por un espacio con una cloaca y listo. Cada uno se las ingenió para hacer de eso un lugar para vivir. Fueron 563 espacios. “Lofts”, decían. Eran los 90.

No se ve mucho psicoanalista acá. Hay delantales de enfermera, hay policías, hay maestras. De eso se irá enterando. Cuando en el montacargas –”ascensor”– le pregunten qué hace y él diga “psicólogo”, la mitad del edificio le contará su vida, la mitad cerrará la boca y mirará al piso. Pero con la mitad alcanza para saber dónde está.

Y si no, está el del delivery. Que cocina un piso más arriba: empanadas, pizza, ravioles con tuco, milanesas con guarnición, todo en prolija bandejita con film. Cuarenta mangos el plato, más o menos, para cuando no le da el alma ni para ir al almacén (al fondo del pasillo, mismo piso). “Acá hay de todo”, le dijo hace media hora al del almacén. “No queda nada, huevón”, contestó el otro. “Se fundió el videoclub del tercero, se fue el lavadero del sótano, se fueron los artistas, casi no quedan travestis”.

–¿Y cómo es su entrepiso?—preguntó el almacenero.

–¿Cómo?

–El entrepiso. ¿Ocupa un tercio, dos tercios, todo el loft?

–Un tercio.

Y despliega su teoría. Un tercio: lo compró la familia para un joven que araña la clase media. Es lindo, puede tener azulejitos de vidrio, usaron los caños de incendio para hacer barandas. Dos tercios: pareja con un chico o mujer sola con uno o dos. Los muebles son de ferretería mayorista, sillas de caño, prolijo. Entrepiso completo: familión, seis hijos, abuela, la biblia y el termotanque. Abajo siempre está prendida la lamparita.

Rewind. Play.

Saccinalli vuelve por el pasillo largo. Va oliendo la comida de las puertas: Perú, Perú, Bolivia, Paraguay… ¡churrasco!, acá hay un argentino o un uruguayo. Hay que decirlo: se siente un poco raro. El, que se quedó afónico con eso de que todas las voces todas, que acampó en el camino del Inca y fue a escuchar orquestas de sicus. El, que fue sudaca en Barcelona, acá se siente raro y se siente mal por eso. No es de raza, Gordo, es de clase. Acá cambiaste de clase: Palermo queda más cerca de Barcelona que de este edificio.

Ya llega a su casa cuando lo cruza la vecina de la torta: otra vez el animal del loft de enfrente está moliendo a palos a la mujer. Chan. A él se lo dice. Llamo a la Policía, piensa, pero no da tiempo: la puerta se abre, el tipo sale con espuma en la boca, la mina con la cara negra, el tipo da dos pasos, se arrepiente, vuelve, ella ya cerró la puerta, él patea, en fin. Saccinalli mira con los brazos cruzados y eso es lo que ve el animal del loft de enfrente cuando se da vuelta.

–¿Qué mirás?

–A un hijo de puta que les pega a las mujeres.

Bueno, ya saben lo que sigue. El animal de enfrente lo compadrea, Saccinalli da un paso hacia atrás y agarra la baranda, el vecino se le viene encima, el Gordo levanta los dos brazos, cierra los ojos y pega. El caño pesa varias kilos, por suerte no le da a la cabeza.

El Gordo termina el día en Puerto Madero. El chico dice que se quiere ir a Japón. Para hablar.

Fuente: Clarin

Link http://www.clarin.com/ciudades/mundo-lofts_0_1165683498.html

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