¡Uy, mirá, son iguales! La condición arquitectónica de edificios gemelos, entre nosotros nunca fue del todo bien vista. Verlos causaba una sensación parecida a la de ver dos niños igual vestidos. Mezcla de rareza y aburrimiento. Pobrecitos, uno se decía. Atados a la imaginación fatal de sus padres. Por aquí, la condición posee antigua data, y se originaba más por pragmatismo y economía de medios que por estética edilicia o búsquedas formales y, naturalmente, más por imposición de los comitentes –sean éstos propietarios o funcionarios– que por gusto de los profesionales. Se ha hecho uso y abuso del término gemelos y se ha incurrido en repetidos errores. Se ha hecho pasar por gemelos a edificios mellizos o bien a simples parientes. E incluso lejanos. No señor, para ser gemelos deben ser idénticos y, en lo posible, a una distancia que haga visible la réplica. Por ejemplo, es erróneo decir que el Palacio Barolo de Avenida de Mayo tiene su gemelo en el Palacio Salvo de Montevideo.
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Ambas creaciones de nuestro admirado Palanti poseen inocultables semejanzas estilísticas, pero son casi mellizos y gracias. No abundaré sobre la teoría de la gemelaridad porque sobre el tema existen tratados –mayormente franceses y decimonónicos– donde el lector podrá abrevar (Traité sur l’architecture double et autres bizarreries, París, 1891).