Las primeras referencias recuerdan que cuando faltaban 30 años para el final del siglo XVIII, el Cabildo porteño dispuso que se trajeran piedras desde la isla Martín García para cubrir algunas calles. La elección tenía que ver con el origen del lugar: la isla es un conjunto rocoso del Macizo de Brasilia, cuya antigüedad se calcula en millones años. Con ellas se armaron los primeros empedrados. Pero a mediados del siglo XIX el origen de los adoquines cambió: llegaban desde Gran Bretaña (provenían de canteras de Irlanda y Gales) como lastre de los barcos que después llevaban granos a Europa.
Aquellas piezas eran de una piedra sólida y compacta que después se colocaba sobre un lecho de tierra y arena. Pero su alto costo hizo que se pensara en opciones más económicas. Entonces se volvió a recurrir a los de Martín García y empezó una explotación específica en Tandil. Este lugar iba a ser clave para el adoquinado de Buenos Aires. Así, a inicios del siglo XX desde allí llegaban miles de toneladas de adoquines para cubrir las muchas calles de tierra de la Ciudad.
La producción estaba a cargo de gente especializada (predominaban los inmigrantes italianos, aunque luego se sumaron muchos españoles y yugoslavos) que soportaban duras jornadas de trabajo. Cada hombre podía producir por día unos 250 adoquines de 20 por 15 cm. Esos eran los más grandes. También estaban los conocidos como granitullo (de 10 por 10 cm) y la producción diaria oscilaba entre las 900 y 1.000 piezas. Para los cordones se usaban piedras que medían entre 70 y 120 cm de largo, por 40 de alto y unos 17 o 18 cm de espesor.
Entre los obreros encargados de producirlos en las canteras de Tandil (la principal era la del cerro Leones, pero también estaban La Movediza, Vicuña, Aurora y Azucena) había unas 15 especialidades: entre los más conocidos estaban los picapedreros; los barrenistas; los marroneros (para partir las piedras usaban una maza de 10 kilos denominada “marrón”); los patarristas (eran los que agujereaban la piedra para colocar dinamita) y los zorreros, que manejaban las zorras que bajaban la piedra desde los cerros. El corte de los picapedreros era algo artesanal previo estudio de la veta y usaban una maza de 4 kilos, además de herramientas como cuñas y escarpelo. Tras el corte, llegaba el trabajo del refrendador que se encargaba de perfeccionarlo. Aquel era un oficio milenario y la explotación de esos obreros generó fuertes conflictos gremiales con huelgas por mejores condiciones de trabajo. La más extensa ocurrió en 1908 y cuentan que hasta casi dejó sin stock de adoquines a la Ciudad.
Como se ve, el empedrado porteño no es sólo piedra; también carga mucha vida y pasado. Y dentro de ese pasado, además, están las referencias a otros elementos que se usaron para las calzadas, como los adoquines de madera. Los hubo de pino importado de Suecia, de algarrobo, de cedro, de cohíue, de pacará y hasta de quebracho. Muchos se lucieron sobre el piso de la Avenida de Mayo, en la elegante Santa Fe y sobre la calzada de la avenida Las Heras. Y algunos dieron tan buen resultado que hasta se exportaron a París, Londres y Roma. Pero esa es otra historia.
Fuente: Clarin
Link: http://www.clarin.com/ciudades/Adoquines-historia-dura_0_1141085967.html
Muy linda nota. Gracias.
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